Surge en el horizonte un nuevo aire, el ciclo
de una nueva estación que dará curso a un proceso de renovación para comenzar
posteriormente el tránsito hacia el periodo estival. La naturaleza contiene
dentro de sí, aquello que los humanos buscamos manipular y controlar
obsesivamente, esto es, el tránsito, cambio y transformación.
Efectivamente, elevados a la categoría
de Dioses, muchos intentan un diseño que
termina cayendo una y otra vez como la torre de Babel, para conducir finalmente
a una crisis tras otra.
¿Somos capaces acaso de reconocer una
oportunidad y valorarla?, ¿Apreciamos de verdad la opción de liderar un destino
de progreso hacia la comunidad o sólo nos encontramos envilecidos en un
pensamiento de hegemonía vana?
Cada pregunta arroja un caudal de interpelación
que debiese a lo menos inquietarnos, sin embargo nuestra cualidad pareciese
ignorar lo obvio, que se evidencia en
nuestra permanente evasión de la responsabilidad y entendimiento.
La oportunidad es la evidencia de un camino,
quizás no el deseado sino el factible y accesible, más muchos desean el puente
de oro y no el de madera. De tal forma la obsesión por la forma nos lleva a
destruir el fondo de lo que pretendemos impulsar. Esto conduce a un ideologismo
a ultranza, dogma que trasciende e impone un traje rígido y que estrecha las
opciones de quienes buscan simple y llanamente avanzar en el día a día, paso a
paso, sin destruir ni derrumbar lo hasta ahora logrado.
Al perder de vista el objetivo esencial por la
obcecación de un mero formalismo vestido de rigor e inviolabilidad sacra, la
acción de la polis deviene en una suerte de teocracia. Entonces, lógicamente
aparecen los sumos sacerdotes, quienes enarbolarán las verdades eternas que no
podrán ser cambiadas, so pena de la condena y lapidación de la turba.
De esta forma, surge el extravío, que no es
sino la pérdida de ruta de aquél sentido esencial que nos guiaba por una
descoordinación y falta de contacto esencial con los signos que trascienden
nuestro simple parecer. Más allá de todo deseo se encuentra el efecto de los
actos, y de estos, sus consecuencias,
las que no podrán ser borradas fácilmente. De tal modo que la virtud cardinal
siempre ha sido la prudencia, más esta no implica declinar ni evitar, sino
calibrar el justo procedimiento hacia la meta deseada.
En efecto, Aristóteles define la valentía
justamente como el punto equidistante entre el cobarde y el temerario. Por
ello, quienes buscan destruir, avasallar y simplemente imponer terminan actuando
temerariamente, sin la guía elemental de reflexión y respeto hacia el entorno.
Asimismo quienes sólo ansían prolongar el conflicto desencadenando una
verdadera guerra, abren la opción del enfrentamiento sin considerar la vía del
entendimiento.
Valorar la capacidad de análisis y razón por
sobre el simple impulso o voluntarismo, no es signo de cobardía o futilidad ambigua
como vociferan algunos, tampoco lo es aceptar con honestidad el error que ha
sido labrado por nuestras decisiones.
¿Qué impide retornar a la ruta necesaria? -Es la
pregunta que muchos lanzan en su fuero interno y a ratos vociferan en su
angustia por la desesperación de quién
es testigo del derrumbe de un hogar construido arduamente-.
La mejor respuesta nos la presentan nuestras
manos, una mano abierta es signo de recepción, ayuda y apoyo, ejemplo del
instante de fraternidad que vive dentro de nosotros. Por el contrario, una mano
empuñada, es la muestra del encono, ira y violencia que surge como amenaza y
potencial agresión.
Es tiempo de abrir nuestras manos, es
oportunidad de iniciar un nuevo ciclo siguiendo el curso hacia la primavera.
¿Será capaz nuestra sociedad de transitar de la
mano empuñada a la mano abierta?, es un deseo que se abre como torrente bajando
de la montaña.
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