martes, 16 de diciembre de 2025

Simples palabras

 Simples palabras para evocar

Aquello que ya no está
Un instante de reflexión
Que ahonda mil recuerdos
Lugares poblados de voces
Que como nubes, transitaron
Hacia otros mundos
Donde mi voz busca llegar
Las imágenes aparecen a ratos
Entre recuerdos de días alegres
La simple sonrisa lo demuestra
Porque justamente allí
Corrí para encontrar los días mejores
La camaradería de amigos
El abrazo de mi padre
La mano suave de la compañía
Y los viajes a lugares remotos
Un perro que saluda
Mientras el aroma de un almuerzo espera
No hay opción entre los recuerdos
Simplemente son lo que fuimos
Lo que labramos y cultivamos
Para guardar celosamente
Aunque a ratos queramos olvidar
Sin embargo, ¿quién desea olvidar?
Pues yo quiero evocar
Constatar que he vivido
Con aciertos y errores
Para seguir caminando por esta vida
Siempre adelante
Siempre agradecido
Por haber despertado un día cualquiera
En esta, nuestra tierra..

Historia: El Guardián Silente de una Ciudad Vibrante

 En el corazón de Santiago, donde la Alameda se encuentra con Providencia, se alzaba el General Manuel Baquedano y su fiel corcel, Diamante, una imponente estatua ecuestre que, desde 1928, ha observado el pulso de la ciudad. Más que un simple monumento, este lugar se convirtió en un espacio de unidad y evocación, el epicentro natural de celebraciones nacionales, triunfos deportivos y manifestaciones ciudadanas.

A los ojos de bronce del General Baquedano, forjador de victorias en la Guerra del Pacífico, la historia de Chile se escribía día a día. Era el punto de reunión donde la alegría colectiva desbordaba las calles, un símbolo de la relevancia de nuestra historia compartida y la identidad de una nación que mira al futuro sin olvidar sus raíces. La estatua no solo recordaba las hazañas militares, sino que representaba la capacidad del pueblo para unirse en momentos clave.
Hoy, la estatua se encuentra temporalmente resguardada para su restauración debido a daños sufridos. Pero su ausencia física ha reavivado el debate sobre su significado, demostrando que su recuerdo sigue vivo. La posibilidad de su retorno o reubicación es un llamado a recobrar nuestra historia y reflexionar sobre cómo los símbolos públicos pueden unir a una comunidad, superando divisiones y reafirmando el optimismo en un futuro donde la memoria histórica y la convivencia armónica puedan coexistir en el corazón de nuestra ciudad. El espíritu del lugar, como punto de encuentro y símbolo de la resiliencia chilena, permanece, esperando el momento en que su guardián, restaurado, pueda volver a presidir, aunque sea desde otro espacio, la vibrante vida de Santiago.

El porvenir de Elara

 El Amanecer de Aguas claras

En el futuro que floreció a la sombra de la imponente cordillera, la ciudad de Aguasclaras resplandecía como un espejo de cristal. Era una urbe limpia y libre, donde la naturaleza no estaba enclaustrada en parques, sino que danzaba por las calles, enredaderas de luz y musgo. Los ciudadanos, hermanados por un pacto de colaboración silenciosa, habían desterrado la discordia. Sin embargo, una amenaza ancestral se cernía sobre ellos: los Hijos del Fuego, seres consumidos por la avaricia y la ira, que buscaban secar el alma del mundo.
Un día, las fuentes de Aguasclaras comenzaron a entibiarse, su murmullo cristalino tornándose un susurro ronco. Los Hijos del Fuego habían encendido sus fraguas cerca de los glaciares sagrados de la cordillera, amenazando la vida del agua. La ira burbujeó en el corazón de Elara, la joven guardiana del flujo. Quiso marchar sola, con la furia como única arma. Pero los ancianos, con ojos que habían visto siglos, le recordaron el camino olvidado: la superación de la ira a través de la unidad.
"La llama se apaga con el caudal sereno, no con más fuego", susurró el más viejo, señalando a la ciudad que bullía de actividad cooperativa.
Elara comprendió. No marchó sola, sino al frente de una marea de voluntades. No llevaban armas, sino herramientas de vida: cubos de reforestación, semillas de resistencia y cántaros de esperanza. Ascendieron por las laderas escarpadas, cada paso un acto de fe.
Al llegar a la morada de los Hijos del Fuego, estos se consumían en su propia rabia, cegados por el humo y la ambición. Elara, en lugar de gritar, cantó. Su voz, secundada por el coro de miles de ciudadanos hermanados, fue un torrente de prosa poética que narraba la belleza del ciclo vital, la generosidad de la naturaleza, la promesa de un futuro donde cada gota de agua es un tesoro.
La melodía, pura y desprovista de ira, caló hondo en los corazones resecos de los Hijos del Fuego. Sus llamas vacilaron, se volvieron tenues, y finalmente, se apagaron, incapaces de resistir la fuerza de la compasión y la unidad.
Los glaciares, liberados, rompieron su hielo con un estruendo de júbilo. El agua, vida pura, corrió libre de nuevo, descendiendo por la cordillera, sanando la tierra quemada y regresando a la ciudad limpia y libre. Aguasclaras celebró su victoria, una victoria sin batallas, donde la superación de la ira y la colaboración habían asegurado el futuro para la vida del agua, bajo la mirada eterna de su majestuosa cordillera.