martes, 16 de diciembre de 2025

El porvenir de Elara

 El Amanecer de Aguas claras

En el futuro que floreció a la sombra de la imponente cordillera, la ciudad de Aguasclaras resplandecía como un espejo de cristal. Era una urbe limpia y libre, donde la naturaleza no estaba enclaustrada en parques, sino que danzaba por las calles, enredaderas de luz y musgo. Los ciudadanos, hermanados por un pacto de colaboración silenciosa, habían desterrado la discordia. Sin embargo, una amenaza ancestral se cernía sobre ellos: los Hijos del Fuego, seres consumidos por la avaricia y la ira, que buscaban secar el alma del mundo.
Un día, las fuentes de Aguasclaras comenzaron a entibiarse, su murmullo cristalino tornándose un susurro ronco. Los Hijos del Fuego habían encendido sus fraguas cerca de los glaciares sagrados de la cordillera, amenazando la vida del agua. La ira burbujeó en el corazón de Elara, la joven guardiana del flujo. Quiso marchar sola, con la furia como única arma. Pero los ancianos, con ojos que habían visto siglos, le recordaron el camino olvidado: la superación de la ira a través de la unidad.
"La llama se apaga con el caudal sereno, no con más fuego", susurró el más viejo, señalando a la ciudad que bullía de actividad cooperativa.
Elara comprendió. No marchó sola, sino al frente de una marea de voluntades. No llevaban armas, sino herramientas de vida: cubos de reforestación, semillas de resistencia y cántaros de esperanza. Ascendieron por las laderas escarpadas, cada paso un acto de fe.
Al llegar a la morada de los Hijos del Fuego, estos se consumían en su propia rabia, cegados por el humo y la ambición. Elara, en lugar de gritar, cantó. Su voz, secundada por el coro de miles de ciudadanos hermanados, fue un torrente de prosa poética que narraba la belleza del ciclo vital, la generosidad de la naturaleza, la promesa de un futuro donde cada gota de agua es un tesoro.
La melodía, pura y desprovista de ira, caló hondo en los corazones resecos de los Hijos del Fuego. Sus llamas vacilaron, se volvieron tenues, y finalmente, se apagaron, incapaces de resistir la fuerza de la compasión y la unidad.
Los glaciares, liberados, rompieron su hielo con un estruendo de júbilo. El agua, vida pura, corrió libre de nuevo, descendiendo por la cordillera, sanando la tierra quemada y regresando a la ciudad limpia y libre. Aguasclaras celebró su victoria, una victoria sin batallas, donde la superación de la ira y la colaboración habían asegurado el futuro para la vida del agua, bajo la mirada eterna de su majestuosa cordillera.

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