La escasez de madera para los rodillos y las cuerdas de fibra de hahau, hacía que cada Moai tallado fuera un ruego, no solo a los ancestros, sino también al menguante bosque de palmeras de Rapa Nui.
Koro sabía que la isla se marchitaba con cada gigante que dejaban caer por la ladera.
Al caer la noche, mientras los demás dormían, Koro se escabullía. No para descansar, sino para susurrar a la piedra viva, buscando una forma de honrar a los antiguos sin agotar la tierra que les quedaba. En su mente, el próximo gigante no se movería con fuerza bruta, sino con el respeto de quien entiende que la isla es tan frágil como la piedra que tallan.
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