jueves, 27 de noviembre de 2008

La América




La presencia de mitos que entrelazan la salvación y redención de ciertos pueblos en América, nos traslada a ese panorama de construcción de un “mañana” o de “alguien” todopoderoso que con la venia de La divinidad nos rescatará de las tinieblas.

Dos casos significativos por la construcción y asimismo por las características del relato hasta el día de hoy permanecen presentes en nuestro inconciente: Viracocha y Quetzacoalt. De cierta manera ambos representan una fuerza redentora, que ha prometido retornar y asimismo con características similares; cabello dorado, tez blanca y un espíritu de paz ante la violencia.

Tanto incas como aztecas tuvieron sus expectativas puestas en el regreso de estos personajes enigmáticos y coincidentemente ambos imperios fueron fácilmente doblegados por los conquistadores españoles, pues les confundieron con los dioses redentores que vendrían a salvarlos.

Hasta el presente dicha característica descrita por los antiguos habitantes de nuestra América, retumba desde las profundidades tectónicas y resurge a ratos con personajes ya sea de de rasgos similares a los descritos o simplemente redentores en versión parcial que igualmente buscan trascender las miserias de nuestros pueblos prometiendo una suerte de paraíso terrenal. De una u otra forma, los habitantes de nuestro continente somos habitualmente funcionales o más bien sensibles ante dichos discursos y no son escasos los personajes que podríamos enumerar, que han sido elevados a un sitial cuasi mágico en donde se les venera con ceremonias establecidas y que entremezclan el mundo político, deportivo, farándula, negocios y militar.

De este modo, tenemos Generales de academia, Comandantes de ocasión, Deportistas iluminados y algunos empresarios caricativos que representan o más bien encarnan a esta suerte de Viracocha dorado que nos rescatará de la miseria en la nos encontramos.

A partir de este tipo de pensamiento, la salvación viene siempre desde fuera, siendo la demostración de la divinidad y en donde poco o nada podemos hacer por decidir. Quizás, es la demostración más patente de la escasa movilidad social, del inmovilismo propiciado por élites de poder que administran nuestras sociedades y pactan a su entero placer y provecho los destinos de la sociedad.

De otro modo, también es la demostración de una escasa evolución en los derechos y deberes civiles, una sociedad infantilizada, precaria y huérfana que busca en la externalidad de los cielos o montes la presencia de Dioses que obren por su futuro.

Es también la manifestación del quiebre de una sociedad que busca alcanzar ciertos niveles de autonomía desde las competencias personales, el esfuerzo, el mérito y sin la necesaria posesión de avales o padrinos.

Finalmente, es esperar el rescate por el sólo hecho de creer que somos merecedores de una suerte de recompensa por pertenecer a una casta expropiada y expoliada, una minoría de parias que vagan sin destino posible más que el de sueños, utopías y promesas lanzadas por el Dios Dorado.

De alguna forma, es también una renuncia a nosotros mismos, a nuestra propia propuesta e identidad y sueños de mestizos terrestres de no caer en la genuflexión ante esa encarnación de la divinidad que nos dará la misericordia, con su cabellera rubia.

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