Estamos en la hora crucial —señaló Baltasar, ajustando las riendas mientras su silueta se recortaba contra el horizonte desértico.
—Así es, el momento que la historia ha aguardado por siglos —agregó Gaspar, cuya mirada reflejaba el brillo de constelaciones antiguas.—Entonces, ¿qué nos detiene? El tiempo y el destino convergen ahora —concluyó Melchor, espoleando a su cabalgadura.
—¡En marcha! —clamaron al unísono. Los cascos de sus bestias golpearon la tierra con urgencia; faltaban menos de diez kilómetros para alcanzar el objetivo que había guiado sus vidas.
Bajo el frío manto de la madrugada, el sol aún no se atrevía a asomar. En lo alto, la enigmática estrella no era un simple astro, sino un faro de luz pura que trazaba una ruta inequívoca hacia la pequeña aldea de Belén.
El camino estaba congestionado. Familias enteras se desplazaban para cumplir con el censo del Imperio, ajenas al drama cósmico que se desarrollaba a su lado. Para los viajeros comunes, aquellos tres hombres eran un misterio: una caravana silenciosa y majestuosa que avanzaba sin descanso por las lomas de Judea, movidos por una fe que superaba cualquier decreto humano.
Mientras tanto, en la periferia de Belén, el eco de la historia se concentraba en un humilde establo. Allí, entre el calor de los animales y el aroma del heno, un hombre y una joven mujer ultimaban los preparativos para el parto más trascendente de la humanidad. Un evento que, tras más de dos mil años, sigue renovando la esperanza del mundo en cada Navidad.
Los tres Reyes Magos se fundieron con el paisaje lejano justo cuando el sol de un nuevo día emergía potente. Su llegada no solo marcaba el fin de una travesía, sino el inicio de una era de luz para el poblado y para toda la humanidad.
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