martes, 11 de octubre de 2011

El Devaneo de Pigmalión

En su agónico pesar, -El se interrogó-: ¿cómo unir esa entrañable distancia? Que hasta hace muy poco creía indivisible.

¿Acaso sería posible un puente entre dos mundos aparentemente disociados?, en medio de un vacío que asimilaba a la eternidad. No logró dar con la respuesta y sólo se quedó con la mirada fija hacia el inmenso ventanal.

Ella, en tanto guardaba un solemne silencio tras su derrota, aún desconocida a cabalidad por El. Su presencia asimilaba la evocación de una suerte de panteón sagrado, constituido por figuras sacras de divinidades cristalizadas en donde Ella resaltaba.

La noche dibujaba escenarios diversos, constelaciones que transitaban en medio de dos dimensiones que aunque paralelas en su trayectoria eran divergentes, al menos en el presente. Pues en efecto, las palabras eran tan factibles como una lluvia en pleno verano del Sahara.

La mirada extraviada hacia el exterior dio paso hacia el interior, cómo inicio de la senda de búsqueda, que entiende una causa de raíces mucho más cercanas a la redención personal que a la algarabía de las multitudes. Todo se encontraba dentro de sí, lejos de las convenciones y la perspectiva del ambiente social, quizás en otra esfera del tiempo que aún era indeterminada para sus propósitos. De esta forma, el tiempo presente dictaba una travesía de alto contenido introspectivo, con raudales de cuestionamientos, derrotas y éxitos ligados a si mismo y a esa dimensión del yo-tu que para ambos estaba poblada de una sombra que ninguno de los dos podía resolver. Así, como el enigma desafiante de la esfinge ante el tránsito de los viajeros o del mismísimo Minotauro en el laberíntico sendero de tramas por resolver tras la salida anhelada.

El espacio entre ambos universos no disminuía; el viento, la lluvia y la soledad sólo resaltaban la mirada perdida de cada cual, como una suerte de hechizo que los disponía a una prolongada expedición sin más certeza que la sofocante angustia de la oscuridad existencial.

De esta forma, las lágrimas de El, eran una suerte de barniz ante la imagen idolatrada, la efigie inalterada que permanecía distante y por ello se decidió a entregar lo mejor de sí para que aquella lejanía se tornara en algo que abarcara al menos su presente dejando el devenir, como esperanza, aunque fuese la apariencia de ilusión, de la mera probabilidad especulativa que alimenta la vana lucha de los mortales en sus horas de caída.

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